CRÓNICAVisto 5228 veces — 19 junio 2013

El letrero colgaba frente al Teatro Municipal de Antofagasta suspendido en unos cuantos cordeles plásticos que habían resistido los vientos de esa noche triste.  Letrero que completamente manchado de barro y desganado en varias partes, anunciaba casi en forma burlona y grotesca los once proyectos para el desarrollo de la Segunda Región.  Esa tarde del 17 de junio, si mal no recuerdo, nos reunimos en este único centro cívico de Antofagasta para escuchar atentamente las ideas que sacarían a la región y especialmente a la ciudad del profundo abandono centralista al que históricamente ha sido sometida.  Entusiasmados por una democracia que en la medida de lo posible recién comenzaba.  Aplaudimos emocionados con varios colegas profesores las promesas de una Patria justa y buena para todos, que incluso ahora muchos chilenos siguen y continúan esperando.

Cuando al terminar, tan importante evento, caminando en dirección a nuestros hogares, sentimos con cierta curiosidad ese viento caliente y extraño que sopló horas antes de la tragedia.  Ya en la noche del 18 de junio de 1991, la lluvia se había desatado casi torrencialmente.  Ese cielo oscuro de una Antofagasta acostumbrada al calor del desierto se presentaba irreconocible a los ojos de su gente.  Ese cielo claro y estrellado, ahora  se batía negro y centellante entre apagones y chispazos incandescentes de una energía eléctrica no acostumbrada a la dura lluvia que apareció de repente.  Cuando se alejó la luz, resbaló impenetrable la oscuridad, como una tenebrosa fuerza que aliada secretamente con el barro, se comenzó a apoderar de las empinadas calles de una ciudad inocente, que no podía creer en semejante diluvio que le estaba tocando vivir.  Solo el dolor y el deseo de sobrevivir de muchos Antofagastinos reino esas horas en que por primera vez cada familia estuvo solo contra las fuerzas de la  naturaleza que esa noche nos mostro su cara más feroz.

Al recordar ese tiempo, cada uno de nosotros tiene sus propias vivencias y epopeyas, en una ciudad sometida al colapso completo.  Las calles inundadas de ese barro oscuro que lentamente se tragaba las heroicas casas que con fuerza incomparable sirvieron de dique a tan destructiva marea desértica.  O las viviendas que arrasadas por cascadas de tierra y agua que por su dura aposición pagaron igual el alto  precio  que esa noche nos puso la lluvia que de improviso se dejo caer en la ciudad.

Siempre es bueno recordar, aunque estos sean los recuerdos más dolorosos de una ciudad con historia de sacrificio.  A que difícil prueba nos sometió el destino.  Cual fue la secreta razón de que esos cerros tranquilos y austeros siempre conocidos por nosotros en nuestros tibios y lentos días, de ciudad dormida, fueron en pocas horas, ríos de agua incontrolable reclamando a su  veloz paso, la vida y la morada de tanta gente humilde que en la tranquilidad del sueño o en la resistencia heroica de la defensa de sus hijos y hogares,  silenciosos, cayeron  dando la vida esa noche de lamentos mudos en lágrimas saladas de húmedo rodar.

Son ellos, nuestros muertos y sus recuerdos, como también el trabajo de cada Antofagastino y lo que hicieron en las horas de salvataje anónimo y cristiana compasión. Levantar una ciudad del desastre en que había quedado…… ¡Antofagasta mía levántate! Fue el lema que creó un profesor y  encendió los corazones de esperanza, el cuerpo de fuerza y el alma de cristiana resignación en el trabajo arduo y eterno de lavar las huellas de tan doloroso evento.

Solo pido que el tiempo no borre esta fecha, que sus víctimas sean recordadas en un digno memorial a la altura de su sacrificio. Que el trabajo anónimo de miles y honestos voluntarios sea una lección de fraternidad, caridad y valor que perdure por siempre en el corazón de los Antofagastinos que una noche sufrimos…….. El diluvio que vino.

Ricardo Rabanal Bustos

Profesor

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