EDUCACIÓNVisto 3883 veces — 20 mayo 2020

“Uno o varios vapores que trayendo muerte y desolación a los puertos del norte dejaron en sus habitantes las más nobles lecciones de sobrevivencia y esfuerzo humano personal y colectivo para derrotar a los más terribles adversarios naturales e invisibles a los ojos humanos”.

Es una mañana en Antofagasta que se quedó olvidada en el papel, sin día ni mes exacto en el calendario de 1903. Una mañana que nadie por mucho tiempo quiso recordar, dejándola olvidada en los baúles más dolorosos de la omisión junto a los cientos y miles de muertos que acompañaron su devenir histórico por cada una de las calamidades que trajo por más de 20 años al desierto salitrero de Atacama y Tarapacá.

Ese día debió, sin duda alguna, haber amanecido particularmente helado, me imagino, con una bruma marina muy espesa, fría y especialmente persistente, detenida en el tiempo. Así, como dando el escenario perfecto para que la muerte que bajaba de un barco maldito llamado S.S. Columbia, en forma de inocentes pasajeros y tripulantes que en el interior de sus cuerpos sin saberlo traían la más letal peste neumónica que producto de las picaduras de pulgas, transmitirian por vía respiratoria a cuantos inocentes saludaron o besaron en gesto de amistad o pasión marinera y que sus almas aventureras y sus corazones valientes de exploradores del desierto jamás presintieron hasta el instante fatal en que, en sus lechos de moribundo entregaron su cuerpos al caliche y sus almas a Dios.

Un imponente vapor S.S. Columbia, fondeado en la bahía de San Jorge, se apreciaba boyante desde la ciudad que amanece. Este buque, con una bitácora impresionante que describía importantes travesías por los siete mares de mundo y que en este viaje procedía desde el puerto de San Francisco California por esos años con su fiebre del oro en plena ebullición y abundancia se mece tranquilo e iluminado en el mar de Antofagasta.

Este vapor mixto de carga y pasajero. De cuatro poderosas calderas y de propiedad de la Oregón Railroad and Navigation Company y posteriormente la Unión Pacific estuvo en funcionamiento desde julio de 1880 hasta un triste 21 de junio de 1907 en que se hundió con 88 pasajeros, tripulantes y todos los niños que viajaban abordo después de una predecible e irresponsable colisión con una goleta.

De 94 metros de eslora y 12 metros de manga, con 7 metros de calado, era un barco imponente para la época, lo que sumado a ser la primera embarcación civil con iluminación autogenerada con un dinamo instalado por la compañía eléctrica del propio Tomas Edison, lo distinguieron como un barco adelantado a su tiempo.

El S.S. Columbia con varias colisiones y accidentes navales tuvo un difícil y más bien trágico desempeño operativo que lo llevaron a ser conocido como uno de los tantos barcos malditos que nutren las leyendas de la navegación mundial.

Este barco había tenido en el viaje de regreso a la América del sur la poca fortuna y desdicha de recalar en el puerto del Callao, Perú, donde sus bodegas, cocinas y camarotes se habían infestado gravemente de ratas que son el reservorio natural de la peste bubónica y que la transmiten al ser humano mediante la picadura de sus pulgas infectadas. Entonces y producto de la proliferación a bordo del S.S. Columbia de estos roedores, algunos de gran tamaño, en cada puerto que recalaba la siniestra nave, las ratas que traía a bordo como polizones de cuatro patas, saltaban sin temor al mar y nadaban raudamente a la orilla ocultándose en los pilotes de muelles, bodegas y en cuanto espacio seguro les brindara protección, oscuridad y alimento trasmitiendo de este modo sus pulgas a los humanos y con ellas la muerte.

La peste rápidamente llegó en los puertos de Iquique, Antofagasta, Taltal y Mejillones he hizo estragos en su población. Pero cuando esta maldición logró alcanzar a las sacrificadas oficinas salitreras y a sus habitantes simplemente devastó las localidades donde el hacinamiento y las inexistentes de condiciones sanitarias eran el pan del diario vivir. La vida industrial, comercial y social fue gravemente afectada, pero por sobre todo, el más alto precio, por estos veintitantos años de esta pandemia salitrera, lo pagaron los infantes y angelitos de la pampa con sus inocentes vidas que sucumbian producto de la inflamación de los sus ganglios linfáticos y a la expulsión de material purulento al exterior de sus débiles y diminutos cuerpos en medio de grandes dolores. Para el año 1907, los ciudadanos que habían sufrido de la peste eran 695 de los cuales 302 habían fallecido en todo el despoblado de Atacama.

Los historiadores y poetas han escrito cientos de veces que la muerte no descansa ni toma vacaciones, fue así como el año 1910 nuevamente desde los océanos del mundo y de puertos desconocidos. Nuevos vapores con nuevos nombres trajeron viejas enfermedades que han asolado la humanidad desde tiempos inmemoriales. Otra vez en esta historia se presenta el puerto del Callao como el eslabón primero de la cadena de muerte y desolación venida del ancla que te sumerge a la vida de los espíritus. Pero esta vez con los adelantos ferroviarios de la pampa salitrera y sus vías de rieles y durmientes tendidas en el ripio calichero que daban velocidad a la carga portuaria que llegaba al desierto, sirvieron también para que con ella llegara la viruela, la fiebre amarilla, el sarampión, el tifus exantemático epidémico, trasmitido por el piojo del cuerpo humano y un segundo y más mortal brote de una vieja y letal conocida, la peste bubónica. Para el mes de julio del año 1910, próximos a nuestro primer Centenario más de 3.053 contagios y 988 fallecidos ya no pudieron ver las celebraciones de la patria.

La muerte nunca ha dado tregua a la gente del desierto, del salitre, del guano, del cobre, ya sea por enfermedad, accidentes laborales o por reclamar justas demandas en la denominada cuestión social por la dignidad del trabajador y su familia. Para 1912 se produjo una pandemia devastadora de fiebre amarilla trasmitida por mosquitos o garrapata dada las escasas o inexistentes medidas higiénicas en las oficinas salitreras que ha muy pocos o ninguno de los administradores y dueños de salitreras les importaban, las ordenes de capataces y vigilantes era solo producir. Esta terrible enfermedad que comenzaba con un dolor muscular, náuseas, vómitos, falla renal y que terminaba en el peor de los casos con un desenlace fatal, en la aparición de una falla orgánica única o múltiple generalmente del hígado o los riñones y con la deshidratación que llevaba a la muerte y afectaba mayor y tristemente a la población infantil de la pampa.

Al recorrer el desierto en su geografía viva de sal y costra dura. Entre las llanuras secas de agua que no es agua sino puna, podemos ver a la distancia de kilómetros unos catres pequeñitos de metal oxidándose al ritmo y abrigo de la camanchaca nocturna que los cubre en las madrugadas, son el enrejado que marca una tumba en el árido suelo con flores de lata y papel. Más allá unas cruces de madera solitarias que perdiendo su pintura y color por el sol y las estrellas del firmamento pampino, pero igual se mantiene altivas, humildes y con la fe del sacrificio pampino resguardando y señalando el descanso eterno de quienes perecieron en la epopeya humana de conquistar el desierto de Atacama y su riqueza sin fin.

Son los cementerios de los apestados que desde el año 1903, hasta aproximadamente el año 1920 estuvieron en pleno funcionamiento y hoy se lleguen en el silencioso paisaje, como mudo testimonio y monumento de una época que pretendíamos olvidada y que de pronto reaparece en nuestros días con tal fuerza y magnitud que nos obliga a hacernos cargos de nuestras propias pequeñeces y debilidades como seres humanos de este nuevo siglo… Si, ahora como en antaño muchos de nosotros quedaremos en el recuerdo y la sepultura para anunciarles a quienes se creen poderosos, nuestra propia fragilidad como especie en muchos sentidos… Pero quienes sobrevivan a esta pandemia del siglo XXI, seguirán escribiéndo la historia de nuestra hermosa tierra nortina.

Ricardo Rabanal Bustos
Magister en Educación
Profesor, Historiador y Cronista

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